Nunca había leído un libro, su
escaso tiempo no se lo permitía, tampoco le interesaba y le resultaba una
pérdida de tiempo, pasar las horas pensando en algo que había creado otra
persona.
En la escuela le enseñaron
ciencia, no tonterías. Ciencia demostrable y aplicable: sabes o no sabes.
Produces o no produces. Los tiempos no estaban para el arte. Eso que está en
los museos y que experimentaba gente de otra época. Hoy la vida es más fácil.
¿O fue ayer?
Armando apenas recordaba su
historia, su trabajo, su mujer, sus hijos…
Sentándose en el sillón anatómico
se conectó a sus vivencias. Se colocó el casco virtual y rememoró una vida que
no sabía si era la suya, pero que a su edad le servía para sentir alguna
emoción. Eso le hacía estar vivo espiritualmente, porque a su cuerpo le quedaba mucho tiempo,
quizás demasiado. Llegado el momento recurriría al plan E eutanasia.
De momento esas gafas le llevaron
al lugar donde nació. Si quería, podría ir incorporando personajes virtuales
con nombre propio. Así, les dio paso a sus amigos de infancia. Ese día quería
estar con ellos y los veía a todos enganchados a una tableta, comunicándose,
pero sin soltar palabra. No le gustaba, aunque en aquellos tiempos él pensaba
de otra forma.
¿Qué fue de Caty y de los niños?
Ella decidió irse, acogiéndose al plan E. Demasiado sensible para este mundo.
Los niños…, ni se sabe. Pasado el tiempo
lo ingresaron en la Estancia permanente, donde llevaban a las personas que
ponían en duda el sistema, o que resultaban ser un estorbo para los demás. Estaba atendida por robots con forma humana.
Uno para cada persona, con la cara de su madre o de sus hijos. Cada cual tenía
sus preferencias. Algunos optaban por una chica o chico de buenas proporciones.
Todo al gusto.
-Buenos días Armando –Dijo una
voz amable-
-Tú siempre igual. Programada
para agradar, para quitar el puesto de trabajo a alguien que aportaría un gesto
de humanidad. ¡Déjame!
- ¿Has pasado buena noche?
-Tu amabilidad me exaspera. Trae
las pastillas y déjame estar.
-Como desees Armando. Dijo la voz
metálica sugerente, que emitía la forma de supermodelo.
Su mente científica, no le dejaba
especular en nada que no fuese racional. Si no se demuestra, nada existe,
decía. Pero ya no lo pensaba. El vacío que tenía su alma era tal que no
encontraba una razón para vivir. Aunque lo tenía todo, menos lo necesario.
La hora de comer llegó y se
acercaban a los comederos inteligentes programados. Imposible cambiar de dosis
ni de ración. El reconocimiento facial de la máquina era suficiente para
conocer las carencias y necesidades del ingresado. Después de la comida una
caminata por el jardín artificial. Este rememoraba los antiguos parques de las
ciudades con sus sonidos de pájaros y niños jugando. Conforme andaba iba
cambiando el aspecto: atardecer, noche, primavera o verano. A Armando le
gustaba la nieve, la sensación de frío de hacía sentir vivo. Le recordaba su
vida pasada.
No había nadie paseando por allí,
esta vez. De cuando en cuando, le
gustaba encontrarse con Rosa, la mujer cuya mirada le hacía sentir cosquilleo,
a pesar de sus años.
-La tecnología no pudo cambiar la
esencia de las personas. Aunque las pasiones no están bien vistas. Pensó en voz
alta.
Rosa era una mujer que a
escondidas leía poesía, e incluso conservaba algún libro. Tenía fama de loca, por eso estaba
allí. La mayoría de las veces la recluían porque soliviantaba a los demás con
sus peroratas. A Armando le gustaba,
reconocía en ella algo distinto, algo que le emocionaba hasta el punto
de ocultarlo. De ocultárselo a sí mismo. En cierta forma le trastornaba los
pilares básicos de su vida. A él, que estaba allí por rebelde.
Ochenta años de su vida, los había dedicado a
organizar congresos mundiales,
promoviendo la creación de residencias robotizadas de estancia permanente.
Creyó en un mundo perfecto, en el que no había nada que pensar, solo vivir.
Cuando se dio cuenta del error ya era demasiado tarde.
Antonia Gómez Sousa